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Mirada al crucificado...

La de Pablo de la Cruz...
El pequeño Pablo convivió con Jesús desde el seno materno. Era un referente familiar. Había allí un misterio, íntimamente vinculado al amor de su mamá. A través de ella comenzó a conocer al Crucificado. Allí estaba el secreto para superar cualquier freno a la entrega por otros, del servicio al más pobre... Allí estaba el más marginado y desfigurado por la vida...




Allí estaba el que comprendía las pequeñas grandes penas y dolores de los niños, y el que aceptaba también la solidaridad de aquellos para quienes siempre habría un “dejen que los niños vengan a mí”.Se me figura que el crucifijo fue como lugar de encuentro con el Crucificado. Una forma de fija mente y corazón, centrándolos en Él, para que el diálogo no se dispersara. De corazón a corazón se encendía un fueguito en el pecho de Pablo, que le ensanchó la capacidad de comprender y contemplar. Pasado el tiempo, la lucha por la vida, las exigencias del trabajo para ayudar a la familia, se modificaron ciertamente sus intuiciones infantiles, pero el realismo que le dio la vida, no le hizo olvidar al Crucificado. Más bien, la cruz se hizo atalaya que le permitió penetrar el misterio del mal y clave de lectura de la realidad, al tiempo que le permitió conocer a muchos testigos que, como Jesús, hacían de la pasión un trampolín a más vida. Porque en la Cruz estaba todo el hombre, con sus grandezas y pequeñeces, con su capacidad de torturar y matar, como con la posibilidad de levantar la apuesta, arriesgando el todo por el todo en aras del amor y del servicio.
Desde ahí, nada fue obstáculo infranqueable a la hora compartir la buena noticia descubierta. Una pena grande le invadía cuando constataba que tantos hermanos, tan cerca del Crucificado por su sufrimiento, ignoraran que pudiera tener algo que ver con ellos.

Mi experiencia
A pesar de las distintas teologías, los religiosos pasionistas que conocí desde chico me hablaron del Crucificado. Antes que me dijeran algo, nació en mí la curiosidad de identificar aquellos hombres vestidos de negro, con un escudo sobre el pecho con una inscripción que no alcanzaba a entender... ¡ni leer!
“Jesu Xti. Passio”. Sí, “LA PASION DE JESUCRISTO”. ¿Y el corazón? “Bueno, estamos llamados como misioneros a predicar a Jesús Crucificado, por eso recorremos el país en campos y pueblos”. Más adelante, alguno se atrevió a revelar que ese corazón blanco era el propio. Así, al menos, querían que fuera: lleno del Crucificado. La boca debía permanecer cerrada si desde el corazón no fluyera por exceso el testimonio de “la Pasión”. Por algo días de silencio, oración, estudio y vida comunitaria precedía cada misión. El misionero era un poseído, un prisionero de una Pasión.
Era chico -¿trece años? – cuando un viernes santo, a las tres de la tarde, subió al tablado en el Retiro San Pablo un religioso que no conocía. Momento solemne de la predicación de la agonía y muerte de Jesús. Lo miraba atentamente. En realidad me sentía “tocado” por todo lo que se decía y se vivía en torno a ese pobre Jesús indefenso y solo. Era el P. Carlos. Comenzó diciendo – lo sentí tan real -: “Acaba de morir mi amigo”. ¿Habrá sido un recurso de oratoria? No sé, pero siempre lo recordé como verdadero. Después de todo nos había llamado amigos, y por esta amistad lo mataron, porque no supo traicionar ni se avergonzó de llamarnos sus hermanos.
Las semanas santas fueron por muchos años momentos de vivencias interiores significativas.
Hubo otros pasionistas que tradujeron la pasión a la realidad actual en referencia a este “Cristo de nuevo Crucificado” o “que sigue crucificado” en la injusticia y en semivida de tantos y en la muerte prematura de otros.
Tuve el privilegio de estar cerca de algunos hermanos pasionistas a la hora de partir. Uno me pidió que bajara de Córdoba a Buenos Aires lo acompañara, lo ungiera. Nunca lo había imaginado. Había sido mi profesor. Fue la última lección de fe y coherencia que me regaló. Me confió que sentía el cáncer que lo llevaba como un gran regalo que le permitía “ponerle un broche” a la vida.
Algunos se fueron serenamente. A otros – elocuentes y apasionados predicadores del Crucificado - los vi partir como partió Jesús aquel viernes santo: rodeados de soledad, aplastados por el dolor, con ojos abiertos pidiendo una respuesta y en la garganta un nombre amado: “Mamá... mamá... Mary... Mary...” O reclamo y grito de auxilio: “ ¡Bernardo, hacé algo, por favor...! nadie hace nada”. Sin palabras, no atinaba a otra cosa que estar, en silencio. Extraña solidaridad con el Crucificado y los crucificados se les pedía a estos que decidieron seguirlo hasta el final, aunque fuera subir al Calvario.
He pensado muchas veces que el ideal sería una vida y un mundo sin dolor. Poco a poco creo comprender que el sufrimiento no es un mal en sí mismo; por el contrario, me parece parte complementaria del bien y del gozo. La otra cara. Tiene la fuerza de romper aparentes armonías, de patear el tablero y desafiarnos, sacudir la somnolienta rutina, hacer retroceder los horizontes, despertar capacidades dormidas, revelarnos la libertad de amar. Si arrancara el dolor del mundo me estaría excluyendo de la fiesta de la vida junto a otros muchos nacidos entre dolores de parto, muchas no me atrevería a amar, y habría perdido la dicha de conocer a mujeres y varones, heroicos luchadores de las grandes causas de la justicia y la dignidad humana. Lo veo a Mons. Angelelli abrazado a dos jóvenes que trabajaban con él, diciéndoles:
- “Váyanse, por favor. No quiero cargar obre mi conciencia la muerte de ustedes. Estamos solos. Los amigos, por miedo, están bajo la mesa”.
- “¿Y usted, monseñor?”.
- “Yo no puedo irme. Este es mi lugar, junto a mi pueblo. Soy su pastor”.
Entre lágrimas, el último adiós fue un largo abrazo, que hubieran deseado fuera eterno. Cada uno con la fidelidad en forma de cruz; cruz reveladora de lo mejor de esos hombres.
La pasión bien asumida purifica la mirada, serena el corazón, regala una paz anunciadora de la PAZ y recupera la ternura en la contemplación serena del Crucificado, al poner el oído en su corazón cuando susurra después del trago más amargo: “Todo se ha cumplido” (Jn 19,30) “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc. 23,46).
Jesús, lo tuyo es una locura...
Locura que hayas intentado renovar el mundo violento
con la pobre“arma” del amor
de un corazón desarmado...
Locura la tuya: permanecer abrazando,
aún a los que no te entendían
o, simplemente, te odiaban;
creando espacios de encuentro
cuando muy cerca se fabricaba ya la cruz.
Locura que muriendo como un maldito,
creyeras que vencerías
y abrirías un nuevo camino a la humanidad.
Pero locura también es tu Resurrección.
Por creerte vivo, dice Pablo, lo encarcelaron.
Y por vos nosotros terminamos siendo locos.

“Jesús que rezas por los que te crucifican
y crucificas a los que te aman”.
Gracias.
Nos gustaría decir como Pedro en la montaña
aquel día que te transfiguraste:
“`¡Qué bien estamos aquí!
hagamos tres carpas!”
No sabía lo que decía.
También quiero aprender del mismo Pedro
cómo modificó el sentido de la frase censurada.
Cuando lo llevaban a donde no quería ir,
y tendieron el madero en el suelo para luego clavarlo,
Pedro no se atrevió a morir con la cabeza levantada
y pidió, como gracia, ser crucificado con los pies hacia arriba...
Dicen que alguien – no sé si el verdugo –
le oyó decir, casi con una sonrisa en los labios:
“Maestro, yo nunca hubiera elegido esto, pero
¡qué bien que se está aquí!”
La gente sin prejuicios pregunta,
mirando tu imagen:
“¿Qué tiene este muerto
que provoca tanta vida,
contagia tanta alegría,
y despierta tanta esperanza,
y ... a tantos “vivos” molesta?”
No saben,
quizá les gustaría oír una palabra
que confirme su sentir:
lo que por puro don y como si nada,
los pasionistas afirmamos:
¡Estás vivo!
Bernado Hughes cp                                                                         

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